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28 noviembre, 2006

Aboño; adiós Aboño

Aboño: una palabra de 3000 años

Antes de abandonar el despacho, le pregunto a una compañera irlandesa: Helen ¿puedes recordarme como se dice “río” en gaélico? Helen me dice la palabra, reforzando la oclusiva, aspirando sobre la n en lugar de palatalizando, pero es la misma palabra, perfectamente reconocible, que nombra el lugar donde yo nací, y toda la tristeza acumulada al leer la prensa asturiana de este mes de agosto de 2006, muy lejos de Asturias, vuelve una vez mas. En Asturias abundan los topónimos de origen celta, pero tal vez pocos sepan que hay un lugar cuyo nombre se pronuncia hoy tal como lo pronunciaron los celtas hace mas de 2000 años, una palabra que no ha cambiado, fiel a su origen: abonh_o, aboño, la vieja palabra celta que significa río, que sobrevive en todos los Afon del País de Gales, en el Stratford-upon-Avon de Shakespeare, en los Aben de Bretaña, en los abonha de Irlanda, y en el río Aboño, que aún conserva el nombre que los celtas le dieran en una lengua con la que uno podía circular y entenderse desde las orillas del río Aboño hasta las orillas del río Elba, 2000 años antes de Cristo, un río que en un tiempo fue hermoso, digno de llamarse así, aboño, el río a secas, formando tan espléndido estuario, al pie de la Campa de Torres, que su fama llegó a oídos de Tolomeo, quien lo nombró y describió en su geografía trazada hace milenios, y causó la admiración de Estrabón, que describió pausadamente a los celtas sumergiéndose en sus aguas para capturar ostras de las que extraían esplendidas perlas, con las que se paseaban ufanos por lo que en otro tiempo fue la playa de El Bocal, la playa de Aboño y por lo que aun hoy son las playas de Piedra Maria y Xivares. La vieja palabra celta pasó a nombrar la colina cercana, la vasta colina conocida como Alto de Aboño (el alto sobre el río) por la que sin duda pasearon druidas y legionarios, y en la que el arqueólogo Barry Cunliffe concibió, hace poco mas de diez años, frente a la magnifica visión de la bahía que se extiende entre Torres y Peñas, el sobrecogedor comienzo de su libro sobre el Océano Atlántico, “Facing the Ocean”. No sé cómo reaccionará Barry cuando se entere de que el Alto de Aboño va a ser destruido en su integridad.
Para mí, que nací y viví en el Alto de Aboño, es un alud de recuerdos el que se abre, como una voz que susurrase: habla memoria, habla memoria. Habla por todas las personas que vivieron en ese lugar, y de las que nadie se acuerda.Para cuando yo nací, en 1963, los celtas ya no estaban allí, físicamente, pero, como en tantos otros lugares de Asturias, su espíritu había impregnado el aire salitroso, el olor de helechos que respiré en la mañana de un verano húmedo de hace cuarenta años, caminando con mi madre hacia la playa de Piedra María junto a la casería de Pepín de Miguel, guarnecida por los seis perros más feroces y aterradores que he conocido en esta vida. El Alto de Aboño en los 60 se había impregnado del espíritu de la época: mi segundo recuerdo es el de una ventana abierta hacia el océano por la que se escuchaba la música de Michelle, de los Beatles. Marisol y Carmina llevaban minifaldas rojas de lunares que hacían girar la vista a todos los obreros de la fábrica de Tudela Veguín. Laura Fernández, de Candás, paseaba sus maravillosos 22 años, ajustándose su pañoleta como una heroína de la nouvelle vague, por la playa de Piedra María en compañía de John Harvey, hijo de un exvoluntario de las Brigadas Internacionales. Y las hogueras de las noches de San Juan en el Alto de Aboño eran algo inenarrable: el fantasma de todos los celtas que habían poblado la colina venía a tomar sidra, comer huevos duros y saltar alrededor del fuego, la noche entera, con los más del centenar de vecinos que vivíamos en el lugar. Eran los 60, yo estaba en este mundo, y el lugar en el que vivía era el Alto de Aboño. En la infancia todo es infinito, pero fue un privilegio que mis primeras impresiones tuvieran lugar precisamente allí, y como si guardasen una magia especial que encerrase el secreto mismo de mi existencia, vuelvo con frecuencia en sueños al Alto de Aboño. El Alto de Aboño en los 60 era una sociedad mestiza que convivía armoniosamente. Había campesinos asturianos de toda la vida, como mi abuelo, y había personas de muchas regiones de España, Andalucía, Galicia, Extremadura, Cataluña, Castilla, que trabajaban en Tudela Veguín, en El Musel, en la J.O.P. en la construcción... Por las noches se blasfemaba en andaluz, y por el día se conspiraba en asturiano. En verano las ventanas estaban abiertas hasta la madrugada, y sobre el canto de los grillos prosperaban conversaciones de casa en casa, contándose lo hermoso o fatigoso que había sido el día. Cuando al fin cesaba ese susurro, uno se dormía sobre el arrullo de las mareas en Playa María y Xivares. Teníamos a Nimo, que había estado en las batallas de Belchite y Guadalajara, y que nos las contaba con pelos y señales a un tropel de chiquillos asombrados cada vez que nos veía desplegar nuestros soldaditos de Hazañas Bélicas comprados en el kiosco de la estación de El Carreño en Aboño. Los mismos chiquillos que cada mañana emprendían el camino colina abajo hacia la escuela, con el riche recién comprado al panadero que puntual acudía con su furgoneta desde el mismísimo Avilés. Teníamos a Eugenio de Badajoz, farandulero de Olivenza gracias al cual el Alto de Aboño se convirtió en huésped temporal de Manolo Escobar y de varios miembros de la troupe de no sé qué torero famoso. Estaban las hijas de Eugenio. Y estaba Martín, un albañil cordobés que con su camiseta de tirantes parecía la encarnación de Marlon Brando en el papel de Lev Kowalski. Y estaban Marisol y Carmina, subiéndose a todos los tranvías llamados deseo. Y estaba mi tía abuela, Casimira, concluyendo sus días entre recuerdos de la Pampa, donde había trabajado en una hacienda entre gauchos de origen galés. Había dos televisiones, y en torno a los combates de Urtain y Cassius Clay, las aventuras de Manix y los Intocables, El Virginiano y Bonanza, Massiel cantando triunfalmente el La La La y Armstron pisando la luna, se tramaron tertulias memorables. Todo era un buen pretexto para estar visitándose en aquellos días de finales de los 60, y la gente entraba de casa en casa como si en realidad compartiésemos todos un mismo espacio. Al volver del trabajo mi hermano abría la ventana, ponía en su tocadiscos alguna música ye ye y enseguida se arremolinaba en la calle una tropa de gente joven ensayando el twist y el rock and roll, pidiendo bises o algún disco favorito, y estaban los Yéminis, un grupo musical de Aboño que, en cuanto a imagen, con sus flequillos y tupés, eran una réplica muy convincente de los Beatles a escala local. Tantos amaneceres, y tantos anocheceres en el Alto de Aboño; habla memoria, habla . La memoria tendría que hablar como el viento, porque recordar una vida en el Alto de Aboño es recordar el viento. Pero sobre todo el viento huracanado que una noche de 1973 descargó sobre la colina e hizo temblar las juntas de todas las casas. Toda la noche, a oscuras, oímos caer tejas, rodar piedras, entrechocarse objetos, volar balas de hierba, mugir el ganado. Cuando amaneció, la tenada de mi abuelo se había desplomado y los daños eran considerables. España cambiaba, el Alto de Aboño empezaba a quedarse al margen de los tiempos y muchos vecinos emprendieron la partida. Desde entonces, con parte de su techo desplomado, el Alto de Aboño colgaría como un albatros muerto sobre la colina. Pero a lo largo de los 70 siguió existiendo vida, y hasta la quintana donde jugábamos los críos llegaban las noticias de la década: el terremoto de Managua, el golpe de estado en Chile, el atentado de Munich. Y seguían formándose tertulias y conceyos por las noches, en torno a los episodios de Curro Jiménez, Starsky y Hutch. En los 80 uno descifraba los vértigos de los cuentos y los poemas celtas de Dylan Thomas, la gloria de la literatura latinoamericana al completo, y tantos otros libros que leídos allí tenían un sabor especial. Begoña Ares, quizá la chica más guapa de Gijón, se tendía en las tardes de verano sobre la arena de Peñamaría, y Juan Antonio Fonseca caminaba sobre los acantilados con todo Rimbaud y con todo Baudelaire en su cabeza. Mis padres siguieron allí durante toda la década de los noventa, cuidando a mi abuela, hasta que fueron desapareciendo: primero mi padre, después mi abuela. Y un día de 2001 cerramos la puerta de la casa para siempre, y se la entregamos a un capataz de Tudela Veguín.Cuando recuerdo toda una vida en el Alto de Aboño, siempre aparece envuelta en una especie de magia especial. Subiendo monte arriba un día de otoño, desde la playa de Peñamaría, y en compañía de Barry Cunliffe, le oí decir algo que quizá explique un poco esa magia. El mundo celta, inmenso como era en extensión, sucumbió finalmente a Roma porque Roma tenía un centro hacia el que convergían todos los caminos y desde el que irradiaban todos los sentidos: se buscaba y se quería imperial. Los celtas eran ajenos a toda idea de imperio. No había ninguna Roma entre Finisterre, las orillas del río Aboño y las orillas del río Elba. Los celtas construyeron caminos íntimos, caminos de la memoria: las corredorias (como la corredoria donde aspiré el olor de aquellos helechos), los senderos que llevaban hacia la playa o hacia el río. Pero sus druidas sabían que todo ese inmenso tejido de caminos encerraba un sentido: el secreto y el centro del mundo celta no era una ciudad poderosa, sino algo que se oculta en el corazón, en el interior. Muchas veces, de cara al Atlántico desde el Alto de Aboño, “facing the ocean” como Barry Cunliffe, he escuchado muchas veces el susurro de esa antigua sabiduría. Tal vez por eso vuelvo con frecuencia en sueños al Alto de Aboño. Tal vez escribo estas líneas para que alguien sepa que el Alto de Aboño y las playas de Peñamaría y Xivares no son sólo un montículo y unos arenales que separan las ambiciones capitalistas de las aguas del Océano Atlántico. Son parte de la geografía de Asturias: forman parte de las líneas de su canción. Mejor decirlo quizá en la lengua melodiosa como el viento que te nombró: Slán go foill, Aboño; adiós, Aboño.

Ramón J. García

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias!!!,precioso relato. Con personas como tú jamás desaparecerá el Alto del Abono y eso es lo que importa realmente. La historia está ahí, la hiciste tú, los tuyos y mucha más gente y eso no hay máquina excavadora que lo destruya.... mira tu por donde, los políticos no nos pueden recalificar nuestros recuerdos y poner ladrillos en nuestras mentes ¡menos mal!.

A.Morata

Anónimo dijo...

Bonitos recuerdos, gracias por compartirlos. Los pueblos nunca mueren, mueren los insensatos que los destruyen.

David Friera